19 dic 2023

Melancolía

33. Melancolía

Ahora lo sé. Cuando alguien que de verdad te importa muere, tu pena no puede ser compartida. Nadie lo va a entender. No pueden llegar ahí. Es un sentimiento que te abre en canal para dejarte absolutamente sola. Y desde ese rincón aislado tienes que apañártelas, aprender a caminar de nuevo por la vida, aprender a sobrevivir, pero tu vida habrá cambiado para siempre y no podrás borrar la melancolía de tu cuerpo. El tiempo pasa, el dolor cambia y se vuelve gris y opaco, pero la melancolía sigue latente, imborrable, tiñendo todo lo que te rodea con su presencia.


©hilosylaberintos


34. Soñé una noche contigo, pocos días después de tu muerte. Llegabas hasta mí, me consolabas, me decías "ya está, ya está. Todo está bien. Yo estoy bien, tranquila". No me sirvió de consuelo, supe que era una herramienta de mi mente analítica que buscando paz, buscando seguir viviendo. Me dio asco que mi propio cuerpo necesitara recuperarse de tu pérdida tan pronto. 

De vez en cuando, como una o dos veces al año, tenía pesadillas, y veía como morías cada noche. Siempre me despertaba llorando. Tardé en curarme casi veinte años. 


35. Era de noche. Yo iba atrás en el coche. Tú lanzaste varias preguntas al aire que quebraron los sollozos de mi madre. 

- "¿Porqué él? ¿Porqué ha tenido que morir él?¿Porqué no ha sido ella?"  

- "Shhhhh... calla.", suplicó mi madre. "No digas eso".


Pero ya estaba dicho. 










29 jul 2023

Perder

Si, a mi también me asusta morir. Y no por dejar de vivir, sino por perderte. 

No formar parte de tus días, ni de tu vida. Desconocer si lloraste, o si lo conseguiste.


El dolor viene de la pérdida, del vacío, de la amnesia, del no saber. 

Seguirás tu camino, como una nube, pero yo no podré estar contigo.



12 may 2022

Par

Hace tiempo leí un estudio que decía que en el planeta hay entre 4000 y 10000 personas que podrían ser tu pareja ideal. No un amor pasajero, no, una relación feliz, de amor pleno, de comprensión. Tu media naranja. 

Cuando alguien te falle, será doloroso durante un tiempo pero ten por seguro que hay alguien más (de hecho varios miles) ahí fuera buscando a alguien como tú. 

Se paciente, que llegará en su momento. Lo bueno se hace esperar.


©hilosylaberintos


7 abr 2022

Huesos

 30. El taller


A menudo, al volver del colegio, iba directamente al taller de costura a ver a mi madre y pasar un rato. Siempre, entre los ruidos de las máquinas de coser, sonaba de fondo radio olé. Los grandes éxitos de Conchita Piquer, Rocío Dúrcal o Manolo Escobar se sucedían sin descanso entre el humo del tabaco.

En las tardes en que el trabajo escaseaba, las mujeres me pedían que les cantara algo. Apagaban la radio, me subían a una pequeña mesita auxiliar y yo interpretaba "El lagarto está llorando"  o "La Tarara" de Federico García Lorca. En aquel entonces yo no era capaz de pronunciar las erres, con lo que siempre cantaba `lagadto´ o `Tadada´, provocando las risas de mi auditorio. Para compensar, siempre me daban alguna perra chica (alguna pequeña moneda, para que me entiendas).

También recuerdo que la mayoría de las mujeres que trabajaban en el taller fumaban Ducados. Cuando alguna acababa la cajetilla, yo era la que iba con las ciento veinte pesetas que costaba a comprar un nuevo paquete en el bar de la esquina. Una vez hechos los recados, mi madre me mandaba a casa. Al llegar, mi abuela siempre me decía que apestaba a tabaco y echaba toda mi ropa a lavar.



31. Huesos


Mi barrio estaba en construcción. Parcelas de campo verde se volvían apagado cemento gris, y esqueletos enormes de nuevos edificios crecían de una semana a otra. A falta de campo, los niños del barrio solíamos jugar en esos esqueletos a medio hacer. El acceso era sencillo, ni siquiera estaban vallados. También la seguridad estaba por construir.




Nosotros corríamos entre las habitaciones toscas y desnudas, persiguiéndonos. Una tarde cualquiera sucedió. El vecino del quinto, que tendría unos diez años, desapareció por las fauces abiertas del hueco para el ascensor. Cayó a plomo desde la séptima planta del famélico esqueleto. Desde ese día, pusieron una ridícula cinta de plástico rojo que prohibía el paso. Mi madre nos impidió tajantemente volver. Era una orden perentoria que cumplimos a rajatabla. Pero siempre que al atardecer pasaba por delante de alguno de ellos y veía de nuevo a los niños jugar allí, como si nada hubiera pasado, un miedo gélido me agarrotaba el estómago. Apenas somos recuerdo.